El laicismo no debe ser presentado como agresivo o enemigo de las religiones, ya que entiende que las mismas son hechos sociales y culturales que merecen nuestro respeto dentro de los límites legales a los cuales deben ceñirse.
Las confesionalidades, en pie de igualdad, son un fenómeno ajeno al que hacer estatal, y corresponden al fuero íntimo y privado de sus fieles, lo que debe ser protegido por la legislación, sino exceden los límites que señala el derecho.
El derecho a profesar una religión, que no contravenga el orden público y la legislación del Estado, ha de ser tan pleno como el derecho de no profesar alguna.
El laicismo, como concepto político, busca la inclusión plena de la población de cada Estado a los fines que todos, sin distinción alguna, puedan convivir en tolerancia y armonía, con las diferencias enriquecedoras de toda sociedad.
El laicismo siempre ha sostenido el respeto irrestricto al libre pensamiento como base de la aceptación de la opinión ajena y, en definitiva, de la democracia como estilo de vida.
El laicismo busca plena integración e inclusión de los pueblos, garantizando la igualdad de posibilidades y la no discriminación racial, sexual, económica, de género y de religión.
Que en todo Estado, cuando se confunden los valores religiosos íntimos de cada persona con los principios legales y políticos de la sociedad, comienza la conculcación de los derechos individuales.
Es necesario, que los dogmas religiosos propios no se conviertan en obligaciones sociales.
El laicismo, como idea integradora e inclusiva, se opone a las políticas generadoras de desigualdades sociales y brega por su superación.
El Estado, como representante legal y político de todos sus habitantes, debe mantener una actitud neutra y tolerante hacia las religiones aceptando a todas en pie de igualdad, pero sin privilegiar a ninguna en particular. Ello como modo de asegurar la igualdad, la armonía, la paz social y la democracia.
Revista “Prometeo” Nº 2