¿Por qué Franco odió tanto a los masones?

Nunca es tarde si la dicha es buena. Con este ánimo celebró la masonería española su asamblea ordinaria, en Madrid, con observadores de medio centenar de logias y orientes del mundo. 

La reunión coincide con varios acontecimientos gozosos para la Gran Logia de España, que se han sucedido en el último tiempo. Demuestran cómo, poco a poco, la organización perseguida con saña por la dictadura franquista, hasta el punto de decretar su exterminio, va reponiéndose de los espantajos que la señalaron como uno de los peores enemigos de España. 

“El contubernio judeo masónico”, dijo Franco en septiembre de 1975, en su último discurso desde el balcón del Palacio Real, en la Plaza de Oriente. Muerto el dictador apenas cincuenta días después, la transición hacia la democracia fue lenta, pero supuso pronto la legalización de todo lo que execraba el régimen totalitario: partidos políticos, sindicatos, cientos de confesiones religiosas, los derechos de reunión y manifestación, las autonomías… 

La masonería hubo de esperar hasta mayo de 1979, y ello por sentencia de la Audiencia Nacional contra una insólita resolución del Ministerio del Interior denegando la inscripción en el registro de asociaciones.

Aún hoy se oyen voces contra los masones, presentados en España como una organización secreta y malvada. En 2005, el papa emérito Benedicto XVI dijo que la masonería “es pecado”, e igual, o peor, opinión ha expresado su sucesor, Francisco. “En esta tierra a finales del siglo XIX las condiciones para el crecimiento de los jóvenes eran pésimas. Esta región estaba llena de masones, come curas, anticlericales y satanistas”, dijo el pontífice argentino en un encuentro con jóvenes en Turín en septiembre de 2015. Semanas más tarde, una diócesis española suspendía a uno de sus sacerdotes por ser masón y una revista católica, Infovaticana, acusaba a la organización de matanzas y crímenes de todo tipo. 

La Gran Logia de España se tomó las ofensas con ironía, a través de su publicación de referencia, ‘El Oriente’. Lo hizo presumiendo que tres de los grandes fabricantes de coches fueron masones, Henry Ford, los hermanos Chrysler y Andrés-Gustave Citröen. Presentó la cosa así: “Critica el contubernio con fundamento. ¿Quieres un argumento real para alimentar la maso fobia? Sin los hermanos Chrysler, Ford y Citröen no habría atascos”.

Llegan los desagravios, poco a poco. El Colegio de Abogados de Madrid ha rehabilitado en enero pasado la memoria de 61 de sus colegiados, expulsados del colegio en 1939. El acuerdo intenta “cerrar heridas que jamás deberían haberse producido”, dice en un comunicado. Entre los rehabilitados está lo más granado del foro nacional en aquellos años, todos fallecidos, algunos ante el pelotón de fusilamiento, la mayoría en el exilio, sin poder regresar a España. He aquí algunos nombres: Jiménez de Asúa, Miguel Maura, Álvaro de Albornoz, Eduardo Ortega y Gasset, Ángel Ossorio y Gallardo, Ángel Galarza, Manuel de Irujo, Victoria Kent, Pedro Rico, Manuel Azaña, Augusto Barcia, José Bergamín, José Prat, Niceto Alcalá-Zamora, Demófilo de Buen….

También el Senado ha puesto este año una primera piedra para reconocer que la masonería también debe figurar en la memoria de los varios holocaustos perpetrados por los totalitarismos del siglo pasado. 

Por vez primera desde que la ONU impulsó el Día oficial de la Memoria del Holocausto, el Senado invitó a la Gran Logia de España a participar en el acto de conmemoración que tuvo lugar en la Cámara Alta en enero pasado. Fue el presidente de la Federación de Comunidades Judías de España, Isaac Querub, verdadero protagonista de ese homenaje, quien reclamó que dos representantes de la Gran Logia, el gran maestro Óscar de Alfonso y el director del gran consejo rector, Jesús Gutiérrez Morlote, participasen en el mismo.

Y aún otro motivo de satisfacción, quizás el más deseado: Pese a las gruesas palabras del papa Francisco contra los masones, el cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Colegio Pontificio para la Cultura, acaba de publicar un artículo en L’Osservatore Romano con el título ‘Queridos Hermanos Masones’, invitando al diálogo entre la Masonería y la Iglesia Católica. La masofobia del famoso contubernio se está derrumbando por el flanco religioso.

Los masones no han parado de reivindicarse en los últimos cuarenta años, aunque con escasa fortuna. La última Conferencia Mundial de Grandes Logias Regulares, celebrada en San Francisco (California) el otoño pasado, debatió el caso: el enigma de una masonería nacional sometida todavía a vejaciones. “Nuestro país ocupa un lugar muy destacado en la historia de las persecuciones que hemos sufrido, pero no reside ahí el enigma. Los masones que nos visitan, que presumen con naturalidad en sus países de esa condición, se dan cuenta de que la España democrática no ha hecho ningún esfuerzo para restituir la honorabilidad a la institución”, afirma su máxima autoridad, con el título de Gran Maestro, el abogado valenciano Óscar de Alfonso Ortega. “Que tus acciones, y no tus palabras, hablen por ti”, es el lema actual del boletín de la Gran Logia de España.

Óscar de Alfonso Ortega acudió a la cumbre de San Francisco con una responsabilidad extraordinaria: además de líder de los masones españoles, preside desde el verano pasado la Confederación Masónica Iberoamericana, una de las organizaciones regionales más importantes de la masonería mundial, con 10.400 logias de 25 países y más de 350.000 miembros. “Para la masonería española, compuesta por apenas 3.000 personas, esa elección para un mandato de tres años, además de un honor, servirá para fortalecer nuestra Orden aquí y a nivel internacional”, dice.

Otoño de 1958 en el palacio del Pardo, en Madrid. Dos senadores y un alto militar estadounidenses, recibidos por el generalísimo Francisco Franco, sondean al dictador sobre sus intenciones ante una más que probable visita a España del presidente de Estados Unidos, el general Dwight D. Eisenhower. ¿Cómo sería recibido, con qué garantías, con qué intenciones? Franco se explaya, eufórico: Hay que exterminar la subversión comunista, quiere ayudar a Estados Unidos en su combate contra la Unión Soviética, aspira a afianzarse como reserva espiritual de Occidente, hay que acabar con la masonería… Un senador le corta: “Señor, el presidente Eisenhower es protestante, yo soy masón y mi colega en el Senado es judío. Los tres estaríamos en la cárcel en este país”. El militar, el aristócrata Eugene Vidal, instructor aeronáutico en la famosa academia West Point, remachó con saña. “No, no, excelentísimo señor. Yo soy también masón y aquí estaría fusilado”. El relato de la entrevista lo hizo, años después, el político y gran escritor Gore Vidal, hijo del militar Eugene Vidal y nieto de otro senador de EEUU, Thomas P. Gore.

Franco se quedó lívido. Pero se deshizo en promesas. Nada le importaba más que pasearse por las calles de Madrid con el líder de una potencia mundial, que finalmente llegó a España un año más tarde, el 21 de diciembre de 1959.

Sería el culmen de una lenta aceptación internacional, que se inició con el reconocimiento temprano del Estado vaticano. Para entonces, el régimen nacional católico había permitido la apertura de unas pocas iglesias protestantes (por cierto, con la airada protesta de los obispos de entonces: “Jamás conceder los mismos derechos al error que a la verdad”, escribieron en una pastoral conjunta). 

También empezaron a regresar a España algunas familiar judías. Con los masones no hubo tregua. Fueron exterminados de raíz, o eso creía la dictadura. Sin que los historiadores hayan encontrado una causa razonable (quizás detestaba a su padre y al hermano Ramón, notorios masones; quizás porque había sido rechazado él mismo por una logia), Franco fue un perseguidor implacable, criminal, de la famosa orden iniciática universal. 

He aquí un dato extravagante, si no fuera trágico: Pese a no haber en 1936 más de 5.000 asociados a la masonería, a lo sumo 6.000, la ley para la represión de la Masonería dio paso a casi 18.000 procesos, culminados en el pelotón de fusilamiento, en años de cárcel o en un exilio exterior o interior después de ser desposeídos de sus bienes.

La transición hacia la democracia fue lenta entre 1975 a 1982, sobre todo para la masonería. Recuperadas todas las libertades que definen a un Estado moderno, los masones tuvieron que acudir a los tribunales para recuperar la suya. El Ministerio del Interior les denegó dos veces la inscripción en el registro de asociaciones, que ganaron en mayo 1979 mediante una severa sentencia de la Audiencia Nacional. El ministro que avaló la decisión de marginar a los masones fue Rodolfo Martín Villa (en el cargo entre julio de 1976 a abril de 1979), aunque el pleito se sustanció siendo ministro el teniente general Antonio Ibáñez Freire, condecorado antes con la Cruz de Hierro por sus actos de servicio a Hitler en la División Azul.

Hubo un tiempo en que la masonería española fue numerosa y poderosa. Sólo en la primera legislatura de la II República se sentaron en las Cortes 135 diputados del Grande Oriente y 16 de la Gran Logia, o sea, 151 sobre 470 parlamentarios. Fue, con mucho, la minoría más numerosa. Con alguna razón se dijo que la República fue en gran medida una operación masónica. Masones fueron seis presidentes del Consejo de Ministros (Manuel Azaña, Francisco Casares, Diego Martínez Barrio, Manuel Portela, Ricardo Samper y Alejandro Lerroux), 20 ministros y 14 subsecretarios. Y masones eran 21 generales, entre ellos Miguel Cabanellas.

La fuerza de la masonería no era una excepción en Europa y América. Cuando la humanidad acabó con la intolerancia de todo tipo, sobre todo la religiosa, y se impuso la Ilustración en el llamado Siglo de las Luces, el XVIII, los masones se multiplicaron. Lo fueron, por ejemplo, los grandes libertadores americanos, el cubano José Martí, los estadounidenses George Washington y Benjamín Franklin, el venezolano Simón Bolívar, el mexicano Benito Juárez, el cubano José Martí…), y también Napoleón Bonaparte, Abraham Lincoln, Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill, sin hablar de grandes pensadores, artistas y escritores.

Juan G. Bedoya 

Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra

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