¿Es posible conocer la verdad?

El problema del conocimiento es uno de los más importantes al que se ha abocado la filosofía desde sus orígenes y en particular la Masonería como organización que busca el progreso humano por medio del discernimiento.

El problema del conocimiento es uno de los más importantes al que se ha abocado la filosofía desde sus orígenes y en particular la Masonería como organización que busca el progreso humano por medio del discernimiento.

El conocimiento consiste en una cierta relación entre un sujeto que conoce y un objeto que es conocido. Esta relación es mejor una correlación, puesto que el sujeto cognoscente es tal en tanto conoce, y el objeto es tal en cuanto es conocido. Tener conocimiento de algo corresponde, entonces, a lo que aproximadamente existe en la realidad. Este «aproximadamente» es lo que distingue al conocimiento de la verdad.

Como seres humanos que somos conocemos, limitados por una categoría de espacio y tiempo –como diría kant– por lo que no hay para este sujeto, nosotros, un conocimiento absoluto, infinito, perfecto; esto no significa que no conozcamos nada. Qué puedo saber, cómo y bajo qué condiciones, presupone la idea de una verdad al menos posible y un método para develarla, tomando el concepto griego de verdad –aletheia– como lo que se mantiene oculto tras el velo.

¿Puede por lo tanto el ser humano aprehender efectivamente el objeto?, o sea, ¿se da la relación sujeto–objeto? En otras palabras, ¿puede el hombre conocer? Y si puede ¿hasta dónde? Las respuestas a este interrogante han sido varias y admiten diversos ordenamientos que extienden este espacio para clasificarlas.

Solo podemos conocer por medio de nuestra sensibilidad y racionabilidad, puesto que toda idea en nosotros es humana, subjetiva, limitada, por lo que no puede corresponderse absolutamente con la inagotable complejidad de lo real. «Los ojos humanos solo pueden percibir sus cosas mediante sus formas de conocimiento», decía Montaigne; y sólo podemos pensarla, mostrará Kant, mediante las formas de nuestro entendimiento.

¿Cómo podemos conocer las cosas en sí mismas si conocerlas es siempre percibirlas como son para nosotros? Estamos separados de lo real por los mismos medios que nos permiten percibirlo y comprenderlo. No podemos conocer las cosas en sí mismas puesto que no hay conocimientos absolutos, sino conocimiento de un sujeto, que no tiene acceso directo a la verdad. Por lo tanto, ¿no podemos conocer la verdad?

Conocimiento y verdad son dos conceptos muy distintos, pero se encuentran muy interrelacionados. Ningún conocimiento es la verdad; pero un conocimiento que nada tuviera que ver con la verdad no sería conocimiento. Ningún conocimiento es absoluto, pero sólo es conocimiento en virtud de la parte de absoluto que comporta.

Podemos afirmar que la verdad es lo que es o lo que corresponde a lo que exactamente es, que no representa la idea que nosotros nos hacemos de ella; por esto ningún conocimiento es la verdad, puesto que jamás conocemos absolutamente lo que es.

El hecho de que todo conocimiento sea relativo no implica que todos sean válidos; son válidos aquellos que contraponen lo más verdadero a lo menos verdadero. Ninguna teoría es absolutamente verdadera, ni siquiera absolutamente verificable.

Pero esto no debe llevar a confundir el escepticismo con la sofistica. Ser escéptico, como lo fueron Montaigne y Hume, es pensar que nada es cierto y para esto hay muy buenas certezas, aquello de lo que no podemos dudar. Una certeza sería un conocimiento demostrado.

Pero nuestras demostraciones sólo son fiables si nuestra razón lo es; ¿y cómo probar que lo es, si esto sólo podría probarse a través de ella? «Para juzgar las apariencias que recibimos de los objetos –escribe Montaigne– precisaríamos un instrumento de juicio; para verificar este instrumento, precisamos una demostración; para verificar esta demostración, un instrumento: he aquí que nos hallamos en un círculo».

Este es el círculo del conocimiento que impide acceder a lo absoluto. Sin duda alguna nuestras certezas nos parecen certezas legítimas, pero la certeza de la certeza no es más que una certeza de hecho, por lo que podemos concluir que de la más sólida certeza no se puede probar nada; no hay pruebas absolutamente concluyentes, pero que todo sea incierto no es motivo para abandonar la búsqueda de la verdad, pero –como diría Jules Lequier– «cuando creemos con la más firme fe que poseemos la verdad, debemos saber que lo creemos, no creer que lo sabemos».

Esta postura escéptica no es lo contrario al racionalismo; es un racionalismo lúcido y llevado al extremo, hasta el punto en que la razón no puede menos de dudar de su aparente certeza. Si es lo contrario al dogmatismo y otra cosa de la sofística, que postula no pensar que nada es cierto, sino que nada es verdadero. Si no hubiera nada verdadero que sería de nuestra razón, cómo podríamos discutir, argumentar.

Al sostenernos en la sofística cada cual tiene su verdad, de ser esto certero ya no habría verdad alguna, pues esta es válida si es universal. La verdad no pertenece a nadie, por eso pertenece por derecho a todos; la verdad no obedece por eso es libre y liberadora. Si no hubiera verdad, no sería verdad que no haya verdad, por eso la sofística es contradictoria y se destruye así misma.

Aristóteles, con su habitual sentido de la medida lo expresó claramente: «La búsqueda de la verdad es a la vez difícil y fácil: nadie puede alcanzarla absolutamente, ni carecer completamente de ella». Como la verdad absoluta nos es imposible debemos concentrarnos en cultivar el sendero que nos conduce a su madriguera puesto que lo que importa es el camino que determina el caminante para llegar a una verdad que nunca terminaremos por conocerla.

Christian Gadea Saguier (Blog Los Arquitectos)

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